En la mañana, un hombre calvo se me acerca,
sus orejas poniéndose rojo en los copos de nieve.
Criaturas de aire frío están formadas de su aliento.
“Pienso que te has olvidado de algo,” dice.
Naturalmente, me he olvidado a mansalva,
me he olvidado de sierras y rascacielos,
me he olvidado de heridas y duelos,
y entonces no respondo.
“Hay alguien con que quiero que se encuentre,” dice.
Me lleva a una plaza de bancos desiertos,
una plaza de sol severo y blanco.
Me lleva a una estatua de cinco metros bruscos, y pregunta,
“¿Por qué hay una estatua con tu cara?”
El problema: es fácil levantar una estatua,
pero se necesita una guerra, golpe, o revolución para derribarlo.
“¿Estás responsable por esta anomalía?” pregunta.
Me acerco a la piedra; raspo suavemente con mis uñas a sus pies.
Los ojos de la estatua miran arriba, ignorándome.
Quizás me recuerdo haciéndola:
quería ser una sierra, una rascacielos,
quería ser el río y el puente,
quería ser la espada y el tridente.
La carne piedra es más fuerte que la de cada otra persona.
Quizás me recuerdo haciéndola.
“¿Salió bien, eso plan?” pregunta.
“No,” digo. “No necesité una estatua.
Necesité una caja de chocolates.”
“Solo tengo este naranja,” él dice.
“Gracias.”